Los particulares y el gobierno mismo poco o nada habían hecho por el arte antes de la erección de la Academia, pero no lo necesitaba porque los profesores encontraban empleo sobrado en los templos, en los conventos, en los colegios, en fin, en todas las casas, en todos los establecimientos de comunidad, que casi sin excepción eran eclesiásticos. Y esto es lo que realmente hace florecer y prosperar la pintura, como las otras artes sus hermanas, según enseña la experiencia, donde quiera que han encontrado un teatro como el que aquí tuvieron, allí se han desenvuelto con holgura porque allí es donde la competencia hace esforzarse al ingenio, donde los maestros se lucen ante el público y donde éste a su vez puede alentarlos con su voz y sus aplausos. La paga que da un particular por algún retrato de familia, que hunde luego en su casa, y las pensiones y protección que un gobierno concede a los alumnos en establecimientos de la clase de la Academia son nada en comparación de ese otro, para avivar y levantar el ingenio. Pero desde antes de concluirse el siglo pasado, y en el primer decenio del presente, las comunidades eclesiásticas dejaron de ocupar a los pintores por causas que no es ahora ocasión de indagar. En seguida vino la insurrección y la serie de revueltas que a ella se siguieron. Nada notable nos queda de todo ese periodo, pero tampoco hay rastro de que en él se hubiese pedido nada al arte. Así es que fue cayendo en inercia, que pasó luego a ser letargo y remató en la muerte, que era la situación en que se hallaba cuando empezó a restaurarse la Academia, por los años de 1845 y 1846.