¡Tiene tan buenos títulos para mantenerla! Lo primero que siempre ha llamado la atención en él es una fecundidad sin ejemplo. Formar la lista de sus obras sería cosa imposible porque materialmente llenó de ellas el reino y no sólo las hay en todas las grandes poblaciones, sino que suele encontrárselas hasta en las pequeñas y aun en el campo. Esta fecundidad no provenía únicamente de lozanía de imaginación, sino de una facilidad y soltura de ejecución, que hoy no podemos concebir. Entre sus obras clásicas, ocupa señalado lugar la vida de san Ignacio, que dejaron los jesuitas en los corredores bajos del primer patio de su casa profesa. Son 32 grandes cuadros al óleo, cada uno con muchas figuras, casi todas del tamaño natural, trabajadas con esmero y bien concluidas. Yo me quedé admirado cuando leí en los cuadros mismos que la obra se había empezado el día 7 de junio de 1756 y se había terminado en 27 de julio de 1757, es decir, en menos de 14 meses, tiempo que apenas bastaría hoy a un artista ejercitado para pintar tres o cuatro de aquellos lienzos. Pero mi admiración subió de punto cuando hallé que la vida de santo Domingo, que hay en los claustros de su convento, de iguales condiciones que la de san Ignacio, fue trabajada en el mismo año 1756. Justamente se celebra que Vicente Carducho hubiese cumplido el contrato que en 1626 hizo con el prior de la Cartuja del Paular, comprometiéndose a pintar en cuatro años 55 cuadros de la vida de san Bruno y de sucesos de la orden, es decir, a razón de 14 cuadros por año. ¿Qué hombre era, pues, Cabrera, que podía dar cima a