el siglo XVI, que fue cuando Echave debió formarse, puesto que tenemos obras suyas desde los primeros años del siguiente. Echave es siempre fiel a esos principios, correcto, gracioso, de ejecución detenida y acabada, de bastante esmalte en el color, lo cual da a sus tablas frescura y brillantez. Sobre sus huellas fueron Luis Juárez y otros, de modo que puede mirársele como la personificación o el representante del primer periodo no sólo por ser el más antiguo, y de consiguiente quien marcó la senda, sino porque reúne en grado superior las cualidades que caracterizan ese periodo. A la mitad de él, y cuando empieza a desaparecer aquel primer maestro, viene Sebastián de Arteaga, que tentó otra vía, no resueltamente y desde sus primeros pasos, sino por grados, según se infiere del estudio y observación de los pocos cuadros que nos quedan. Por punto de partida en esa vía puede tomarse el lienzo de los Desposorios que aquí tenemos y por término el de santo Tomás, del presbiterio de San Agustín. Su pintura es vigorosa, grasa y aun si se quiere de más verdad que la de Echave porque a pesar de sus incorrecciones quizá se pegaba más al natural. En cambio, carece de la gracia de su antecesor y de la sencillez y pureza que lo distinguen. En Arteaga hay más fuerza y mucho más rasgo en el manejo del pincel; en Echave, mejor doctrina y delicadeza de sentimiento. De los secuaces de Arteaga, el más señalado que conocemos es el segundo Baltasar de Echave. Al concluir el siglo, Juan Rodríguez Juárez abre un tercer camino y adopta nuevo estilo, franco, de masas sencillas y grandiosas, pero algo amanerado en el colorido, en el que por ganar esplendidez hizo resaltar hasta la exageración el azul y el rojo. Este estilo