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La imagen optimista que le proporcionaba esta época y reconocer que las potencialidades del pueblo de México se habían expresado de la mejor forma en acciones de legalidad lo llevó a abogar por ellas durante toda su vida.

Además de basar sus esperanzas en la ley, José Bernardo Couto creyó fervientemente en dos cosas y actuó en consecuencia: en el destino y en la responsabilidad para asumirlo. Pensaba que la vida lo había colocado a él y a muchos de sus contemporáneos en una particular brecha por el solo hecho de nacer en ese lugar y ese momento, y por tanto había que responder de acuerdo con los tiempos y acontecimientos que se sucedían. Cuando escribió las biografías de José María Luis Mora y de Manuel Carpio lo expresó claramente; en la primera cuestionó: «Pero en tiempos turbados ¿qué hombre fija sus caminos, ni quién escoge su puesto en el mundo?»,2 y refiriéndose al segundo añadió: «le tocó venir al mundo en época de agitación y revueltas, época en que todo hombre de algún valer en la sociedad ha tenido que ser alguna vez político e intervenir, de grado o sin él, en los negocios públicos».3 Es así que conscientemente don Bernardo Couto asumió la vida que le tocó vivir.

Como otros insignes contemporáneos Couto fue veracruzano, de la villa de Orizaba, donde nació en 1803 un 29 de diciembre. De familia numerosa, ya que su padre don BIas Antonio Couto, procedente de Galicia, procreó por estas tierras veintisiete hijos, a don Bernardo le tocó venir al mundo durante el segundo matrimonio de su padre con doña María Antonia Pérez Casado, originaria de Tuxtla.

Al terminar el joven Couto sus estudios elementales en Orizaba, se dirigió a la Ciudad de México e ingresó en el Colegio de San Idefonso, cuando éste acababa de ser devuelto a los pocos jesuitas sobrevivientes del exilio.

En 1818, año en que el virrey Apodaca otorgaba indultos y obtenía que muchos dirigentes insurgentes se retiraran de la lucha, y en el cual los criollos empezaban a pensar en una cercana derrota, el joven Couto tendría quince años e iniciaba el segundo curso de latín; tenía la edad suficiente para empezar a formarse un juicio de los acontecimientos que se sucedían e ir creando sus aficiones.4

En San Ildefonso se encontraba el padre Pedro José Márquez, jesuita recién llegado de su exilio en Roma y que a pesar de su avanzada edad

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